La guerra hispano-estadounidense

Tras la expansión e invasión de los Estados Unidos en los antiguos territorios de México durante la primera mitad del siglo XIX, las grandes potencias mundiales se disputaban a finales de ese siglo las colonias por razones de economía.
Por otro lado, las boyantes economías experimentaron en el último tercio del siglo una crisis de crecimiento al quedar inundados los mercados internos.
Se imponía la necesidad de abrir nuevas rutas comerciales e incorporar nuevos territorios que absorbiesen la producción industrial y proveyesen de materias primas a las nuevas industrias.
Así, en la Conferencia de Berlín de 1884 las potencias europeas decidieron repartirse sus áreas de expansión en el continente africano, con el fin de no llegar a la guerra entre ellas.
Otros acuerdos similares delimitaron zonas de influencia en Asia y también en China, donde se llegó a diseñar un plan para desmembrar el país, que no pudo llevarse a cabo al desatarse la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, los acuerdos no acabaron por eliminar completamente las fricciones entre las potencias ya que a finales del siglo XIX, se sucedieron las disputas por determinados puertos y fronteras cuya delimitación no estaba clara, sobre todo en África.
Ejemplos de esto son el incidente de Fachoda entre franceses y británicos, las disputas germano-portuguesas por el puerto mozambiqueño de Kionga, el ultimátum lanzado por los ingleses contra la expansión portuguesa en Zambia y la polémica desatada entre franceses, británicos, alemanes y españoles por el dominio de Marruecos.
Los Estados Unidos, que no participaron en el reparto de África ni de Asia, fijaron su área de expansión inicial en la región del Caribe y, en menor medida, en el Pacífico, donde su influencia ya se había dejado sentir en Hawái y Japón.
Tanto en una zona como en otra se encontraban valiosas colonias españolas (Cuba y Puerto Rico en el Caribe, Filipinas, las Carolinas y las Marianas en el Pacífico) que resultarían una presa fácil debido a la fuerte crisis política que sacudía su metrópoli desde el final del reinado de Isabel II.
En el caso de Cuba, su fuerte valor económico, agrícola y estratégico ya había provocado numerosas ofertas de compra de la isla por parte de varios presidentes estadounidenses (John Quincy Adams, James Polk, James Buchanan y Ulysses Grant), que el gobierno español siempre rechazó.
Cuba no sólo era una cuestión de prestigio para España, sino que se trataba de uno de sus territorios más ricos y el tráfico comercial de su capital, La Habana, era comparable al que registraba en la misma época Barcelona.
A esto se añade el nacimiento del sentimiento nacional en Cuba influido por las revoluciones francesa y estadounidense, el nacimiento de una burguesía local y las limitaciones políticas y comerciales impuestas por España que no permitía el libre intercambio de productos, fundamentalmente azúcar de caña, con los EE. UU. y otras potencias.
Los beneficios de la burguesía industrial y comercial de Cuba se veían seriamente afectados por la legislación española, o sea, las presiones de la burguesía textil catalana habían llevado a la promulgación de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas (1882) y el Arancel Cánovas (1891), que garantizaban el monopolio del textil barcelonés gravando los productos extranjeros con aranceles de entre el 40 y 46%, y obligando a absorber los excedentes de producción.
La extensión de estos privilegios en el mercado cubano asentó en Cataluña la industrialización durante la crisis del sector en la década de 1880 lo que supuso un estímulo esencial de la revuelta.
La primera sublevación desembocaría en la Guerra de los Diez Años (1868 – 1878) bajo la dirección de Carlos Manuel de Céspedes y la guerra culminó con la firma de la Paz de Zanjón, que no sería más que una tregua ya que debido al descontento los rebeldes volvieron a sublevarse de 1879 a 1880 en la llamada Guerra Chiquita.
Los recelos que había entre los gobiernos de EE. UU. y España cada vez iban en aumento, mientras en la prensa de ambos países había fuertes campañas de desprestigio contra el adversario.
En América se insistía una y otra vez en la valentía de los héroes cubanos, a los que se mostraba como unos libertadores luchando por liberarse del yugo de un gobierno y un país que era descrito como tiránico, corrupto, analfabeto y caótico.
Por su parte, los españoles, que no tenían ninguna duda de la intención de EE UU. por anexionarse la isla, dibujaban a unos hacendados avariciosos y arrogantes, sostenidos por una nación de ladrones indisciplinados, sin historia ni tradición militar, a los que España debería dar una lección.
En Cuba la situación militar española era complicada ya que los mambises, dirigidos por Antonio Maceo y Máximo Gómez, controlaban el campo cubano quedando sólo bajo control colonial las zonas fortificadas y las principales poblaciones.
El Capitán General español Weyler, designado para la isla, decidió recurrir a la política de Reconcentración, consistente en concentrar a los campesinos en reservas vigiladas.
Con esta política pretendía aislar a los rebeldes y dejarlos sin suministros, o sea, estas reservas vigiladas hizo que empeorara la situación económica del país, que cesó de producir alimentos y bienes agrícolas.
Se supone que alrededor de 200.000-400.000 cubanos murieron a causa de ellas y ello provocó que se radicalizara aún más el proceso independentista y la exacerbación del odio hacia el dominio colonial.
Por otra parte, muchos cubanos influyentes reclamaban insistentemente en Washington la intervención estadounidense por lo que el gobierno de los Estados Unidos decide intervenir ante la posibilidad de que el ejército independentista en Cuba lograra derrocar finalmente al español, y con ello perder la posibilidad de controlar la isla.
Con la excusa de asegurar los intereses de los residentes estadounidenses en la isla, el gobierno estadounidense envió a La Habana el acorazado de segunda clase Maine.

El acorazado Maine entrando en la bahía de La Habana.
El viaje era más bien una maniobra intimidatoria y de provocación hacia España, que se mantenía firme en el rechazo de la propuesta de compra realizada por los Estados Unidos sobre Cuba y Puerto Rico.
El 25 de enero de 1898, el Maine hacía su entrada en La Habana sin haber avisado previamente de su llegada y en correspondencia a este hecho, el gobierno español envió al crucero Vizcaya al puerto de Nueva York.
A pesar de lo inoportuno de la visita, la población habanera permanecía tranquila y expectante y parecía que el capitán general, Ramón Blanco, controlaba perfectamente la situación.
Por otra parte, a pesar de que el Maine tuvo un gélido recibimiento por parte de las autoridades españolas, Ramón Blanco y el capitán del navío, Charles Sigsbee, simpatizaron desde el primer momento y se hicieron amigos.
Sin embargo, a las 21:40 del 15 de febrero de 1898, una explosión ilumina el puerto de La Habana pues El Maine había saltado por los aires donde de los 355 tripulantes, murieron 254 hombres y 2 oficiales. El resto de los oficiales disfrutaban, a esas horas, de un baile dado en su honor por las autoridades españolas.

El hundimiento del acorazado Maine
Sin esperar el resultado de una investigación, la prensa sensacionalista de William Randolph Hearst publicaba al día siguiente este titular: «El barco de guerra Maine partido por la mitad por un artefacto infernal secreto del enemigo».
A fin de determinar las causas del hundimiento se crearon dos comisiones de investigación, una española y otra estadounidense, puesto que estos últimos se negaron a una comisión conjunta.
Los estadounidenses sostuvieron desde el primer momento que la explosión había sido provocada y externa pero la conclusión española fue que la explosión era debida a causas internas.
Los españoles argumentaron que no podía ser una mina como pretendían los estadounidenses, pues no se vio ninguna columna de agua y, además, si la causa de la explosión hubiera sido una mina, no tendrían que haber estallado los pañoles de munición.
Algunos historiadores españoles creen que la explosión fue provocada por los propios estadounidenses para utilizarla como excusa para su entrada en la guerra.

La declaración de guerra
Algunos estudios recientes apuntan a una explosión accidental motivada por el calentamiento de los mamparos que la separaban de la carbonera contigua, que en esos momentos estaba ardiendo.
Otros estudios recientes han señalado que, dados los desperfectos causados por la explosión, si la misma hubiera sido provocada por algún artefacto externo, ésta habría hecho al barco saltar del agua.
Algunos de los documentos desclasificados por el gobierno de EE.UU. sobre la Operación Mangosta (proyecto para la invasión de Cuba posterior al fracaso de Bahía de Cochinos) avalan la polémica hipótesis de que la explosión fue causada en realidad por el propio gobierno de EE.UU. con el objeto de tener un pretexto para declarar la guerra a España.
EE.UU. acusó a España del hundimiento y declaró un ultimátum en el que se le exigía la retirada de Cuba, además de empezar a movilizar voluntarios antes de recibir respuesta.
Por su parte, el gobierno español rechazó cualquier vinculación con el hundimiento del Maine y se negó a plegarse al ultimátum estadounidense, declarándole la guerra en caso de invasión de sus territorios, aunque, sin ningún aviso, Cuba ya estaba bloqueada por la flota estadounidense.
Comenzaba así la Guerra Hispano-Estadounidense, que con posterioridad se extendería a otras colonias españolas como Puerto Rico, Filipinas y Guam.
Con anterioridad a los hechos del Maine, Estados Unidos ya había ordenado a su flota del Pacífico que se dirigiera a Hong Kong e hiciera allí ejercicios de tiro hasta que recibiera la orden de dirigirse a las Filipinas y a la Isla de Guam.
Tres meses antes también se había decretado bloqueo naval a la isla de Cuba sin que mediara declaración de guerra alguna, y cuando finalmente se declaró esta, se hizo con efectos retroactivos al comienzo del bloqueo.

Batalla naval de Cavite, Filipinas, 1 de mayo de 1898
Las tropas de Estados Unidos rápidamente arribaron a Cuba y cuando estaban siendo derrotadas en la batalla terrestre, la Armada de los Estados Unidos destruyó dos flotas españolas, una en la Batalla de Cavite, en Filipinas, y otra en la batalla naval de Santiago de Cuba cuando la flota española intentaba sin casi esperanza escapar a mar abierto.
Ante este situación, viendo que los EE.UU. estaban a punto de ganar la guerra el gobierno español tomó la determinación de negociar la paz ya que Santiago de Cuba se rindió el 16 de julio.
El 25 de julio, el General Nelson A. Miles, con 3.300 soldados, desembarcó en Guánica comenzando la ofensiva terrestre en Puerto Rico donde las tropas de EE.UU. encontraron resistencia a comienzos de la invasión.
La primera escaramuza entre los estadounidenses y las tropas españolas y puertorriqueñas tuvo lugar en Guánica, y la primera resistencia armada se produjo en Yauco, en lo que se conoce como el Combate de Yauco.

Jules Cambon firmando el Tratado de París.
Este encuentro fue seguido por los combates de Fajardo, Guayama, Coamo y por el Combate del Asomante pero Estados Unidos nunca pudo apropiarse de Puerto Rico ni ocupar la isla, lo cual terminó pasando por la rendición de España por sus derrotas en Filipinas y Cuba.
Mediante los acuerdos de París del 10 de diciembre de 1898, se concuerda la futura independencia de Cuba, que se concretará en 1902, y España cede Filipinas, Puerto Rico y Guam.
Las restantes posesiones españolas en Oceanía (Islas Marianas, Carolinas y Palaos), incapaces de ser defendidas debido a su lejanía y la destrucción de buena parte de la flota española, fueron vendidas a Alemania en 1899 por 25 millones de pesetas, por el tratado germano-español.
Las tropas estadounidenses abandonaron Cuba en 1902, pero se exigió a la nueva república que otorgara bases navales a Estados Unidos, también se prohibió a Cuba suscribir tratados que pudieran atraerla a la órbita de otra potencia extranjera y se garantizó la capacidad de intervención de Estados Unidos en el nuevo estado a través de la Enmienda Platt, vigente hasta 1934.
A Filipinas se le concedió un autogobierno limitado en 1907 consiguiendo la independencia absoluta en 1946. En 1952 el Congreso de los Estados Unidos aprueba para el territorio no incorporado de Puerto Rico un gobierno propio limitado.
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