Cecilia Aznar- El crimen de la planchada
Sobre las tres de la tarde del ya citado domingo 22 de junio de 1902, Francisca Sánchez, portera de la casa número 45 de la calle de Fuencarral, que ha andado toda la mañana un tanto recelosa por el raro ajetreo de la criada del inquilino del piso segundo derecha, se decide a llamar a la puerta del cuarto. Reiteradas veces el estridor de la campanilla, pero todas sin respuesta.
Y como a la portera le consta que el inquilino del piso, el raro inquilino del piso, don Manuel Pastor y Pastor, no ha salido de casa y que Cecilia, su criada, abandonó el domicilio cargada con dos cajas de cartón, una grande y otra mediana, y alquilando un coche, una manuela, para irse, la buena mujer, sintiendo arreciada su presunción de que algo malo le ha ocurrido al señor Pastor, se ocupa inmediatamente de correr a poner sobre aviso al doctor don Nicolás Rodríguez Abaytúa, pariente y administrador del inquilino por el que la portera teme. Pero como el doctor Abaytúa está pasando el domingo en El Escorial todo se demora hasta el regreso de éste a Madrid, a última hora de la tarde.
Tan pronto como el doctor Abaytúa tiene conocimiento de las inquietudes de la portera, comparece en la Delegación de Vigilancia del distrito del Hospicio. El delegado, señor Puga, luego de dar conocimiento telefónico de la novedad al Juzgado de Instrucción de guardia, marcha con el compareciente al número 45 de la calle de Fuencarral.
Cuando el juez de guardia, que lo era aquel día el suplente del distrito del Centro, don Gabriel Usera, se presentó acompañado del actuario don Ángel Angulo, dio orden de que inmediatamente se localizara a un cerrajero para abrir la puerta del piso del señor Pastor.
Facilitado el acceso al recinto, en la alcoba principal se encontró totalmente ensangrentado el cadáver de un hombre, que, en seguida, el doctor Abaytúa identificó como el de su familiar y representado don Manuel Pastor. La cabeza del cadáver estaba materialmente destrozada.
En el piso se descubrieron un cubo de cinc con agua muy ensangrentada, un delantal también tinto en sangre y dos faldas, una de ellas con manchas sanguinolentas.
Como el doctor Abaytúa declarara al juez que pocos días antes el señor Pastor habría de tener en su casa alrededor de once mil pesetas y cuatro mil francos franceses, dinero no descubierto en el registro, quedó establecido en principio el robo con móvil del crimen y autora de éste, la doméstica.
Hubo de suspenderse la inspección ocular, por falta de luz, hasta la mañana del siguiente día; entonces se encontró, bajo una cama, el instrumento del crimen: una de las dos planchas existentes en la casa. Presentaba el mango inclinado, sin duda como consecuencia de los fortísimos golpes que con la plancha diera el criminal a su víctima y adherencias de piel, cabellos y sangre de ésta.
Don Manuel Pastor tenía cuarenta y dos años a la hora de su muerte. Era soltero. Poseía una renta anual de quince mil pesetas -renta muy sólida a principios de siglo-, de la que vivía. Resultaba un individuo excéntrico en sumo grado, por no decir un completo anormal.
La plancha que usó Cecilia Aznar para cometer el asesinato
Don Francisco de P. Alderete, que fuera delegado del Cuerpo de Vigilancia de Madrid, en su libro Fauna Criminal -Madrid, 1904- consigna lo siguiente, al referirse al dictamen de la necropsia practicada a la víctima del suceso: «También puntualizaron en este luminoso informe que la constitución de la víctima era débil, como lo demostraba la escasez de sus diámetros y perímetros torácicos y su estado de delgadez por desnutrición, así como se podía presumir que el sujeto era un perturbado mental de larga fecha, por haberse visto que en la parte superior del cerebro, en la cisura de Rolando, existía, en una extensión como de un centímetro, una placa de degeneración, que demostraba por su aspecto y condiciones la calificación antedicha.»
Copiado el texto del señor Alderete a título de curiosidad, lo cierto es que don Manuel Pastor no debía regir bien. Teniendo dinero de sobra, se hallaba desnutrido por falta de alimento. Cecilia Aznar contaría que su amo sólo tomaba a mediodía dos onzas de chocolate y un panecillo, y cenaba o un poco de fiambre o unos escaso dulces, dieta, como se comprenderá de lo más pobre, y más aún si se tiene en cuenta la intensa vida sexual del individuo. Y sin embargo tenia en casa una cocinera, Rosario, a la que pagaba generosamente por guisarse para ella sola.
Más extravagancias del señor Pastor: ocupaba un piso de lujo y el mobiliario de éste se reducía a unos pocos y modestos trastos; era un misántropo -encerrado casi siempre en la concha de su casa- y no obstante gustaba de efectuar frecuentes viajes; sentía, en parte, la codicia y dilapidaba el dinero en el alquiler de un coche de lujo para el diario paseo que realizaba con Cecilia a la Moncloa.
Don Manuel Pastor había contratado en Irún a Cecilia, así como a la cocinera, viniéndose con ellas a Madrid en un reservado del tren.
Cecilia Aznar Celamendi y sus compinches
Cecilia Aznar Celamendi, de veintidós años. Viuda desde el 16 de marzo y madre de una niña. En el informe facultativo que se hizo a la delincuente figura el siguiente texto: «Es una mujer alta, joven, vigorosa y de aspecto varonil: son duros y bien determinados los rasgos de su fisonomía, los pómulos un poco salientes y de cejas espesas, siendo cejijunta con ligero prognatismo del maxilar inferior.»
A primeros de 1902, Cecilia abandona a su marido, que se encuentra gravemente enfermo, para irse a servir, tal vez por buscar el dinero preciso para el hogar. Dinero que ella encuentra trabajando en labores caseras, y en cuantas ocasiones se le presentan -que, al parecer, no son pocas- en el «más viejo trabajo femenino del mundo».
En marzo de 1902, Cecilia, que está de camarera en La Gare, un hotel de Irún, conoce a don Manuel Pastor, alojado allí. Escucha las proposiciones, harto generosas, que le hace el solterón y decide ir a servirle. Posiblemente como «criada para todo», entendiéndose esa totalidad cuán ampliamente se quiera.
Sobre la personalidad de Cecilia, ella misma, en una de sus declaraciones, dará un testimonio hartamente significativo. Se está refiriendo a lo que hizo en la casa del crimen, luego de haber cometido éste y haberse hecho con el dinero, móvil del asesinato, y dice: «Subí nuevamente al cuarto y comí unas galletas, escribiendo una carta a mi novio -que se encuentra en Pasajes-, en la cual le incluía un billete de cien pesetas de los que contenía la petaca del señor Pastor y un mechón de cabellos de cierto sitio, sin comunicarle ninguno de los hechos que había cometido.»
Resulta fácil hallar la pista de Cecilia. Localizado un cochero, cuenta que en la calle de Fuencarral, número 45, tomó una pasajera de señas coincidentes con las que la autoridad le describe, a la que llevó, primero a Correos, a echar unas cartas, y luego a la estación del Mediodía, a saber el horario de trenes. Hora, sobre el mediodía.
Otro segundo auriga, Patricio Patiño de nombre, declarará que en la calle de Fuencarral, sobre las dos de la tarde, le alquiló una joven que llevaba dos cajas de cartón, una grande y otra de menor tamaño, conduciéndola a la estación del Mediodía y dejándola ante la fonda de dicha estación. Y otro tercer cochero afirmará haber conducido posteriormente a la misma joven, primero a la calle de Preciados, 56, donde hay una tienda de gaseosas, y trasladándola después al punto de partida.
Un camarero de la fonda de la estación manifestará que a la joven de las dos cajas de cartón la sirvió primero una zarzaparrilla y, después, un filete de ternera, que apenas probó, saliendo en el intervalo de una y otra consumición la cliente a hacer unos encargos, rogándole que tuviera cuidado de las cajas que dejaba allí.
Un individuo se personó después en la Delegación de Vigilancia a manifestar haber visto a una mujer joven, cargada con dos cajas, en la estación, concretamente en el andén del tren de Barcelona, y que si reparó en la mujer es porque la notó como azorada y nerviosa.
Puesto en comunicación el gobernador civil de Madrid, don Antonio Barroso, con su colega de Barcelona, don Francisco Manzano, se siguió la pista de la fugitiva en la Ciudad Condal. Pronto el inspector Tresols encontraría el preciso rastro en la fonda Europa. Una mujer de las señas de Cecilia había sido llevada allí por dos comisionistas del establecimiento, que la habían recogido en la estación. Dichos comisionistas, Jaime Iglesias y Francisco Garreta habían trasladado posteriormente de residencia a su clienta.
Por la pista de los dos citados individuos la policía averiguó que éstos habían acompañado a la joven a una joyería, donde Cecilia compró alhajas por valor aproximado de cinco mil pesetas.
Y aunque, como se testimoniaría más tarde -luego de la detención de los dos hombres y de la mujer de uno de ellos en El Havre, por denuncia del cónsul español de aquella localidad-, Cecilia había tenido trato íntimo con Iglesias y Garreta, éstos la dejaron en la estacada, luego de estafarla, al saber la identidad de su ocasional amiga.
El comandante del puesto de la Benemérita en Puigcerdá, al recibir órdenes telegráficas de su coronel en tal sentido, procedió a la detención de Cecilia, a la que localizó, cinco horas antes que la policía, en la fonda La Pascuala del Plan. La sospechosa, si bien negó, en principio, al sargento Piernas, su verdadera identidad, acabó derrotándose por completo al descubrirse bajo el colchón de la cama los restos del botín del robo, así como las alhajas adquiridas en Barcelona. Era el 8 de julio de 1902.
A las nueve, menos minutos, de la mañana llegó la procesada Cecilia Aznar a la cárcel de mujeres de Madrid, sita en la calle de Quiñones. Efectuó su entrada en olor de multitud. Un inmenso gentío se arracimaba allí para contemplar a la asesina, que esta vez iba sin las cajas que constantemente denunciaron sus movimientos. Y en el mismo día, constituido el juzgado en el recinto carcelario, se le tomó a la detenida su primera declaración.
Cecilia confesó de plano. Reconoció la premeditación, las compras de ropa que hizo con el dinero del robo, su visita al que les servía diariamente el sifón en casa para que suspendieran el envío hasta nuevo aviso -con el propósito de que el crimen permaneciera oculto el mayor tiempo posible-, su encuentro con los encubridores Iglesias y Garreta y, en fin, todos sus avatares de la fuga.
Cecilia Aznar comenzó a ser juzgada el lunes 9 de febrero de 1903. Se mostró en todo momento con aplomo extraordinario, que sólo le falló al oír la sentencia: muerte en el garrote. Sólo que después, un indulto, le conmutaría la última pena.
Trasladada para cumplir su sentencia de cadena perpetua a la prisión de mujeres de Alcalá de Henares, Cecilia Aznar se comportó siempre como una presidiario ejemplar, salvo en cierta ocasión, en que se fugó del penal con una compañera «simplemente para estar con unos soldados» y comer uvas en una viña. Fueron detenidas, o mejor dicho, se entregaron al día siguiente de su escapatoria.
Cecilia Aznar permaneció en el penal de Alcalá de Henares hasta que, en 1937, en la zona republicana se abrieron las cárceles a los presos. Desde aquel momento no volvió a saberse más de ella.
Fuente: http://criminalia.es/