Leyenda de la casa del diamantista

Situada al final de una vaguada natural del cerro Toledano, junto a un conocido embarcadero del Tajo, la casa perteneció a Don José Navarro, autor de la corona de Isabel II y que entorno a ella hay una leyenda.
Don José Navarro había realizado fastuosas joyas para los más variados destinos: imágenes religiosa, la nobleza… y su fama había trascendido los muros toledanos hasta llegar a la corte madrileña.
Entonces, Doña María Cristina de Nápoles, un buen día envió a su más fiel lacayo a solicitar el trabajo del orfebre ante la próxima coronación de su hija la pequeña Infanta Isabel, ante muerte de Fernando VII.
El orfebre se sintió gratamente satisfecho con la petición de la madre de la Infanta, pero entonces tuvo que declinarla debido a los numerosos trabajos que tenía ya encargados, temeroso de no crear una obra lo suficientemente valiosa para la futura Reina.
Y así regresó a la corte e informó a Doña María Cristina, quien no cejó en su empeño y así un buen día de mediados del verano de 1833 llegó a Toledo para solicitar en persona el trabajo de su más preciada joya, la Corona, a José Navarro.
Ante la presencia de la Reina en persona, el orfebre no supo oponerse al encargo, y cabizbajo despidió así a su majestad, quedando en la más absoluta soledad ante el encargo de realizar así la corona de la futura Reina de España.
Desesperado, asustado y sin idea alguna, aquella misma noche, Navarro subió a la segunda planta de su estudio, situado en lo que hoy conocemos como “Casa del Diamantista”, cogió entonces del estante un nuevo cuaderno de trabajo y de forma lenta comenzó a esbozar las ideas que le venían a la mente para elaborar el encargo de la futura Reina.
Pasaron las horas, se hizo tarde, pero no hubo resultado alguno y así sucedió en los días siguientes por lo que tuvo que contratar varios aprendices para sacar adelante el trabajo diario, pues así la elaboración del encargo Real no le dejaba tiempo libre alguno.
Como consecuencia de ello, pasaba horas y horas delante de su estudio intentando recrear una imagen, un esbozo, de algo satisfactorio y digno de la futura reina.
El plazo se agotaba poco a poco; septiembre de acercaba, y con el la fecha de coronación pues así le obligó en varias ocasiones a mentir a los enviados de la Corte, y así el enseñarles cuatro hierros más engarzados, con promesas de estar elaborando la mejor corona jamás vista en España.
Decidió no descansar hasta obtener algún resultado, y hora tras hora, día tras día y noche tras noche, trabajaba sin resultado alguno.
Cierta noche, de las que la luna llena baña las orillas del tajo y se refleja en el espejo que encierran los acantilados toledanos, el orfebre no pudo más, y un pesado sueño le sumió en los brazos de Morfeo delante mismo de su cuaderno, en su estudio.
Al clarear el día, despertó sobresaltado y con increíble sorpresa vio como delante de él, en su cuaderno de dibujo, estaba dibujada la más bella corona que jamás había visto. No recordaba haber dibujado algo así, pero ya dudaba incluso de su propia mano debido a las tantas las noches en vela que pasó.
Pero no todo el trabajo estaba realizado, pues el boceto que se encontró era muy complejo de realizar, y no conseguía reunir las piedras preciosas y los materiales necesarios para su elaboración.
Tan sólo quedaban tres días para que expirara el plazo acordado pues de inmediato se puso a trabajar y la desesperación le llevaba una y otra vez a fallar en el debido ajuste del metal precioso.
Aún no había conseguido las piedras necesarias para su trabajo, habiendo enviado mensajeros por todo el reino para localizar lo necesario y al hacerse de noche nuevamente y agotado por el trabajo realizado sin resultado alguno, el orfebre de nuevo quedó dormido ante su trabajo.
Despertó de nuevo sobresaltado y cual fue su sorpresa al ver así sobre la mesa de trabajo las más bellas piedras preciosas, del tamaño adecuado para encajar en la corona que estaba elaborando.
Preguntó a los enviados que iban llegando, con las manos vacías, por si alguno había traído las piedras, pero ninguno supo darle una explicación satisfactoria de la procedencia de los materiales tan perfectos y ya tallados.
Esa misma noche, extrañado por los últimos acontecimientos, decidió fingirse dormido en su taller y así observar qué sucedía, pues el plazo expiraba en breve y aún quedaba mucho por hacer en la corona.
Pasada la media noche, observó con no poco terror, cómo la puerta del estudio se abría, y en un primer momento, fingiendo dormir, no pudo ver a nadie, pero cual fue su sorpresa cuando bajando la vista por casualidad al suelo, vio algo increíble: unos pequeños seres, vestidos con ropas de cientos de colores, de extraños rasgos jamás vistos, y de muy rápidos movimientos, accedían a la estancia, y trepaban de forma veloz a la mesa de trabajo, cogiendo con una fuerza extraordinaria para su tamaño las herramientas de trabajo, y finalizando el trabajo que en los días anteriores habían comenzado.
En pocas horas habían terminado su trabajo, y dejando una maravillosa obra de arte sobre la mesa, no sin antes mirar con curiosidad al orfebre que fingía dormir, partieron de la habitación.
Navarro, se levantó rápidamente para acercarse a la ventana y observar cómo los duendecillos, pues eso parecían, cruzaban el pequeño trecho de tierra que separa la casa del Tajo, para internarse así en las aún oscuras aguas de éste y perderse para siempre.
La mañana de un 25 de septiembre de 1833, habiendo viajado a Madrid, Navarro entregaba delante de la pequeña Infanta Isabel la más maravillosa corona realizada jamás y que pocos días después sería utilizada por la Reina Isabel II en su coronación.
Fuente: https://notin.es/curiosidades/leyenda-de-la-casa-del-diamantista-de-toledo-don-jose-navarro-artifice-de-la-corona-de-isabel-ii/