La leyenda de la cueva del diablo de Mazatlan
Vídeo que cuenta la leyenda y misterio que encierra la cueva del diablo de Mazatlan
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Mercy Brown: la última vampiresa de Nueva Inglaterra
Mercy Brown (1873-1892) fue una joven de Rhode Island, Nueva Inglaterra, que falleció prematuramente a causa de la tuberculosis. Si bien este tipo de enfermedad era casi siempre letal, la mayoría de la gente dudaba sobre la veracidad de los especialistas que la diagnosticaron en la joven. Muchos, incluidos sus parientes y amigos cercanos, estaban convencidos de que Mercy Brown no había muerto realmente, y que de hecho era un vampiro.
El caso de vampirismo de Mercy Brown es uno de los mejor documentados del siglo XIX; y no solo eso, sino que además es el que más detalladamente aclara los métodos de exhumación de un cadáver practicando distintos rituales para ahuyentar o matar a un vampiro.
Los periódicos de aquel entonces titularon el caso como La última vampiresa de Nueva Inglaterra. Su historia causó tanta conmoción en la opinión pública que gran parte de los detalles circunstanciales que la conforman se han vuelto moneda común en el folklore de aquella región.
George Brown fue un granjero que repentinamente vio como su vida se derrumbaba. Una rara enfermedad se cebó en todos los miembros de su familia, matándolos uno por uno. La primera en fallecer fue la madre de Mercy Brown, Mary, en 1883. Luego su hija menor,Mery Olive. Algunos años después, Edwin, el más pequeño, también comenzó a manifestar los síntomas inequívocos de la tuberculosis.Por aquel entonces los médicos hablaban de «consunción»; es decir, tisis, cuyo tratamiento en general proponía solo un «cambio de aire»; demasiado poco para luchar contra una enfermedad con una tasa de mortalidad espeluznante. El joven Edwin fue enviado a Colorado, donde su mejoría fue superficial pero progresiva. La última en dar cuenta de aquellos síntomas letales fue Mercy Brown, quien finalmente moriría el 17 de enero de 1892 con apenas diecinueve años de edad.
Desesperado por esta terrible sucesión de pérdidas, George Brown comenzó a prestar oídos a los rumores de vampirismo que rondaban por el pueblo.Acaso para preservar la vida de su último vástago aceptó la propuesta de un grupo de entusiastas y decidió exhumar los cadáveres de su familia para ratificar si éstos efectivamente habían caído en las garras de un vampiro.
La exhumación se produjo el 18 de marzo de 1892 en el cementerio de Chestnut Hill. La comitiva iba encabezada por el médico familiar y un periodista de The Providence Journal; el resto, presumiblemente, portaba antorchas y estacas.Al abrir las tumbas se descubrió que el cuerpo de Mary estaba intacto, perfectamente momificado, al igual que el de Mercy Brown; cuyo aspecto lucía tan radiante que incluso superaba en belleza al que había mostrado en vida.
En medio de una gran agitación se aguardó a las primeras horas de la noche donde varios testigos afirmaron que los ojos de Mercy Brown se abrieron repentinamente en la oscuridad de la fosa.
La comitiva actuó con toda la determinación que uno esperaría encontrar en un turba decidida a cazar vampiros: el cuerpo de Mercy Brown fue profanado de la forma más brutal. Se le arrancó el corazón y se lo redujo a cenizas en un fuego en el que ardían hierbas profilácticas. Los restos luego fueron devueltos a la cavidad torácica de la muchacha, abierta como unas fauces, y el cuerpo, ya horriblemente mutilado, fue enterrado nuevamente.
Algunos rumores indican que aquel ritual blasfemo no tenía como objetivo prevenir que Mercy Brown regresara como vampiro, sino que las cenizas de su corazón fueron preparadas en una infusión diabólica para que sea ingerida por el enfermizo Edwin, que por aquellos días agonizaba en el hospital.A pesar de estos esfuerzos Edwin Brown moriría dos meses más tarde.
El caso de Mercy Brown tuvo una gran difusión mediática. Se produjo una fuerte controversia pública, que poco a poco fue perdiendo peso a medida que los rumores sobre extrañas apariciones en el cementerio de Chesnut Hill comenzaron a ganar espacio en la prensa.
Se habló de criaturas difusas, oscuras como sombras, moviéndose entre los árboles añosos, devorando ranas, aves y gatos; incluso se hallaron rastros de una mortaja, de un vestido desgarrado y tibias roídas que sugerían la posibilidad de que las profanaciones seguían realizándose de forma sistemática. La otra posibilidad, demasiado horrorosa siquiera para concebirla, era que Mercy Brown salía regularmente de su tumba.
Se sabe que cuando Bram Stoker viajó a Nueva Inglaterra se interesó vivamente en el caso de Mercy Brown; y que al menos el episodio de la exhumación de Lucy Westenra en la novela de vampiros: Drácula (Dracula), rito encabezado por el profesor Abraham Van Helsing, está parcialmente basados en su historia. Otro dato a destacar manifiesta que miembro ilustre de la comunidad de Rhode Island, H.P. Lovecraft; se refiere directamente al caso de Mercy Brown en su relato de terror: La casa maldita (The Shunned House).
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La erupción del volcán Tera y la caída de los minoicos
«El estruendo ensordeció y aterró a los cretenses que, evidentemente, no tenían manera de saber cuál era la causa. Luego llegó la lluvia de barro y cenizas, el frío, el ardor y las llamas. Lo peor, sin embargo, fueron las olas que rompieron encima de la isla, mucho más altas y rápidas que las del Krakatoa.» SPYRIDON MARINATOS, 1972
Los temblores de tierra retumbaron durante semanas mientras el cráter en el centro de la isla arrojaba cenizas y lava. Los agricultores de Tera abandonaban sus campos y pueblos a medida que llovían detritos encima de sus casas; cogieron sus embarcaciones y huyeron. Y un día de verano del siglo XVII o XVI a. C., el volcán estalló con una fuerza enorme. El cono volcánico se desplomó por etapas después de la erupción. Una densa ceniza cubrió gran parte de Creta. Pero ¿destruyó realmente la civilización minoica la erupción del Tera? Como muchos otros misterios arqueológicos, la respuesta a este rompecabezas se nos escapa.
Tera, también llamada Santorini, es una isla en el sur de las Cícladas en el mar Egeo que en su día ocupaba 16 km. de diámetro. Los antiguos la llamaban Kallistê (la hermosa); era una isla escarpada, aún fértil, con un volcán de unos 1.600 m. por encima del nivel del mar. La explosión de 7.500 megatones, más fuerte que la explosión atómica de Hiroshima, hizo tres islas de una.
Éstas rodean una caldera de 80 km², con acantilados empinados de ceniza y piedra pómez. Llovieron en la isla millones de toneladas de tefra (ceniza volcánica), que cubrieron cada una de las comunidades bajo capas de polvo fino. Los vientos predominantes del noroeste llevaron la misma ceniza volcánica a lo lejos al este de Creta y al este del Mediterráneo. Varios metros de ceniza cayeron encima de los campos minoicos de Creta, lo que hizo estragos en las cosechas. En las muestras recogidas en las profundidades del mar se han encontrado cenizas de Santorini en una superficie de más de 300.000 km² y hasta 700 km. en la dirección del viento. Estas muestras constan principalmente de ceniza, lo bastante pequeña para poder haber sido transportada por los vientos veraniegos del noroeste.
La isla del volcán de Tera que puso fin a la cultura minoica
En el centro de la erupción, podrían haberse originado tsunamis (olas gigantescas causadas por una actividad sísmica). Erupciones menores del volcán de Santorini en los años 365 y 1650 crearon maremotos que causaron graves daños en la costa norte de Creta y en lugares tan distantes como Alejandría (Egipto). Un terremoto cerca de Amorgos en el año 1956 generó olas de 40 m. Las del cataclismo mucho más importante de Tera, en proporción, debieron ser mucho más grandes, dada la fuerza de la erupción y la profundidad del océano. La costa cretense norte, bastante inclinada y que se encontraba a 100 km. de distancia, donde vivían muchas comunidades minoicas, habrían sido vulnerables a los tsunamis.
La explosión del Tera está entre los más grandes desastres naturales desde la Edad de Hielo. La tremenda erupción del Tambora del año 1815 (en el sudeste asiático) fue superior en intensidad pero la del Tera hace parecer pequeña la célebre explosión del Krakatoa del año 1883, que mató a decenas de miles de personas y destruyó docenas de comunidades.
En el año 1939, el arqueólogo griego Spyridon Marinatos teorizó sobre el desastre del Tera, diciendo que había contribuido a la decadencia de la civilización minoica después del año 1500 a. C. La mayoría de arqueólogos acogieron su teoría con cautela. Hasta que Marinatos descubrió Akrotiri, un asentamiento minoico abandonado apresuradamente, sepultado bajo ceniza volcánica en el sudeste de Tera. Sus excavaciones mostraron la enorme intensidad de la erupción.
Akrotiri ha recibido el nombre de la Pompeya del Egeo, un asentamiento completo cubierto por las cenizas que la conservaron para la posteridad. Aunque aquí los habitantes tuvieron tiempo de huir. Marinatos desenterró una ciudad que ocupaba más de 13 hectáreas, con sólidas casas separadas por estrechos callejones, al igual que numerosas comunidades griegas rurales de hoy en día. Muchas casas tenían dos o tres pisos. Marinatos excavó cada habitación con mucho cuidado y desenterró una comunidad que había quedado congelada en un momento del tiempo. Camas, botes de conserva y otros artefactos seguían allí donde los habían dejado los habitantes que huían. En algunas de las paredes había frescos de color, pintados brillantemente, con guerreros y ciudades, barcos, animales y plantas, incluso dos chicos luchando en un combate. Akrotiri era una comunidad modesta, pero nos dice más de su vida diaria que cualquier palacio cretense.
Cuando Marinatos intentó determinar la fecha de Akrotiri y, por consiguiente, de la erupción, basó su cronología en vasijas de cerámica de las casas, que comparó con ejemplos conocidos del famoso Palacio de Minos en Cnoso (norte de Creta). Vasijas similares aparecieron en sitios egipcios a lo largo del Nilo que, según los registros históricos, se remontan al 1500 a. C. aproximadamente. Marinatos, en consecuencia, determinó que el cataclismo databa del año 1450 a. C. aproximadamente, justo la época en que la civilización minoica empezaba a estar en decadencia y aparecieron en Cnoso signos de destrucción. Argumentó, aparentemente con razón, que la erupción de Tera contribuyó a la caída de Cnoso -y de la civilización minoica como conjunto- en manos de los micénicos de la península griega.
Los años recientes han sido testigos de una revolución en nuestro conocimiento de las antiguas fluctuaciones climáticas, debido al estudio de las secuencias de los anillos arbóreos y de los núcleos profundos de hielo, que registran los cambios año a año, década a década, de la temperatura y las precipitaciones. Algunos expertos afirman que los datos de los anillos arbóreos y los núcleos de hielo del norte de Europa y Groenlandia revelan una bajada de temperaturas y un crecimiento deficitario de los árboles en una zona muy extensa en el año 1628 a. C., un fenómeno que se sabe que está relacionado con los efectos de la ceniza volcánica, que tapan la luz del sol. Los mismos expertos creen que esta anomalía se puede atribuir al Tera y que la explosión, por consiguiente, tuvo lugar en el siglo XVII a. C., un siglo y medio antes de la decadencia final de la civilización minoica. Sin embargo, los que defienden la cronología de Marinatos señalan que la anomalía climática en las secuencias de los núcleos de hielo y los anillos arbóreos se produjo en el norte de Europa y puede reflejar no la erupción del Tera, sino otro acontecimiento volcánico desconocido que habría tenido lugar 150 años antes.
Otro descubrimiento reciente aumenta el misterio de la datación. Al otro lado del Mediterráneo, en el delta del Nilo (Egipto), el estudioso austríaco Manfred Bietak ha descubierto piedra pómez en unos estratos que datan del año 1550 a. C. aproximadamente en Tell el-Daba (Avaris). Esta piedra pómez puede también ser una prueba de una erupción volcánica muy importante en el Mediterráneo oriental. Un siglo y medio después todavía no sabemos cuándo explotó Tera.
El desastre de Tera tuvo un grave impacto en la vida minoica, especialmente en palacios y comunidades agrícolas situados cerca de la costa norte o en el camino de la nube de cenizas volcánicas en el este de Creta. La lluvia de cenizas habría cubierto campos de cultivo en crecimiento, los habría matado e impedido que se pudiera arar en ellos. Cientos, si no miles, de personas debieron morir de hambre y de las enfermedades infecciosas que son consecuencia inevitable de esta hambruna. La misma Cnoso se encuentra a cierta distancia del mar, elevada, de modo que los maremotos no habrían inundado el palacio, ya que había comunidades grandes y pequeñas en la costa.
Cientos de barcos mercantes, barcas de pesca y embarcaciones más pequeñas debieron ser destrozadas por los tsunamis, cosa que debió afectar gravemente al comercio a larga distancia de vino y aceite de oliva que alimentaba a la civilización minoica. Pero probablemente el cataclismo no destruyó a los minoicos, que parece que sobrevivieron e incluso prosperaron durante, como mínimo, algunas generaciones después del desastre y tal vez durante mucho más tiempo.
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Orson Welles, el mejor contrapicado de la historia
No. Orson Welles no es el gran póster del Siglo XX, pero sí es, y no hay duda, el gran contrapicado de ese siglo ya envuelto para regalo. Si una cámara apuntara desde el suelo al cielo, y hubiera que meter ahí la imagen de alguien, sólo podría ser la suya. Orson Welles es el mejor contrapicado de la historia. Con el disfraz de Ciudadano Kane, con el de Macbeth, con el de Otelo, con el de Harry Lime…, el contrapicado de Orson Welles es exactamente el mercurio del termómetro de su grandeza como artista que recoge en su manaza hasta la última miga expresiva del arte de su época, o de su siglo. Artista excesivo, pero aún más hombre abundante, sin límite y de itinerario vital inacabable: nunca terminó nada sin empezar antes algo. En fin, un tipo dinámico y formidable que, evidentemente, no iba a estar aquí el día en que su mundo, su siglo, conmemorase el centenario de su nacimiento: Orson Welles, ausente como de sus proyectos, de sus rodajes, habrá de estar en otro sitio, en otra fiesta, en otro mundo y en cualquier siglo.
Su biografía y su filmografía han dado tanto pábulo literario como el de una civilización entera, y es difícil arrimarse a ellas sin la sensación humana del vértigo; solemos conformarnos con atisbar su enormidad como genio del cine, como enorme renovador de los recursos narrativos, lingüísticos y estéticos del arte cinematográfico, o también como fecundo explorador de los placeres al alcance de nuestra especie, como amante, bebedor, vividor, zampador y viajero… Una tarjeta de presentación que podría intercambiar con Hemingway, con quien intercambió antes unos derechazos y después unos litros de whisky.
Si hubiera que enumerar los motivos por los que hoy es inevitable recordar a Orson Welles, necesitaríamos también el papel de la competencia. Es posible adecuarlos sólo al nuestro si obviamos sus primeros y arrebatadores veinticinco años (a los diecinueve, además de matrimoniar con la actriz Virginia Nicholson, ya era una estrella mundial del teatro y un inminente inventor del lenguaje radiofónico)…, en realidad, a esa edad, ya acometió una empresa cinematográfica tan rotunda e imperecedera como «Ciudadano Kane», la película que nunca se apeó, ni se apeará, del pódium olímpico del arte del Siglo XX, por el irrebatible argumento de que lo inventó todo, incluso lo que ya estaba inventado (otros, «reinventan», verbo vulgar que no tiene recorrido más allá de una década, pero Orson Welles consigue la máxima dificultad: descubrir lo ya inventado). La luz, la sombra, el encuadre, el plano contrapicado, la profundidad de campo, el gran angular, el montaje, el ojo de la cámara, el ojo del sonido…, todo husmeado, visto, hecho…, todo descubierto, todo flamante, insólito, moderno… Con cualquier otro no habría duda, con él sí: «Ciudadano Kane» es su mejor película, a pesar de que las que hizo después fueron incluso mejores, «El Cuarto Mandamiento», «Macbeth», «Otelo», «Sed de mal»… Con «Sed de mal» se da la extraña circunstancia de que comparte con «Vértigo», la obra maestra de Hitchcock, no sólo el año (1958) sino también el olvido de los grandes premios y, sobre todo, la evidencia de que no es fácil encontrar otra película mejor, de Hitchcock, de Orson Welles o del Sursum Corda.
Ahora sabemos lo que Orson Welles fue capaz de hacer con Shakespeare (y sólo se puede fantasear con lo que Shakespeare hubiera sido capaz de hacer con Welles), en su «Otelo» increíblemente expresionista y mediterráneo descubrió Welles que no era solo una intensa historia de celos (los de Otelo por Desdémona) y de traición (la de Yago a Otelo), sino una profunda historia sobra la diferencia y la discriminación. Hasta Shakespeare se hubiera sorprendido del toque Welles. O de la osadía de fundir media obra shakespeariana en «Campanadas a medianoche». Pero, así era Orson Welles, un escrutador de lo máximo y lástima que con Cervantes y su Quijote prevaleciera la versión humana de Orson Welles, esa que lo llevaba a estar justo en otro sitio, en vez de la artística, y nunca le pusiera el sello a su peculiar carta a la obra cervantina.
Afortunadamente para la humanidad, lo inconcluso de la personalidad de Orson Welles impiden adorarlo en un sarcófago, pues siempre hay que celebrar el descubrimiento de una obra suya, nueva, y vieja, y por concluir (la más reciente es «The other side of the wind», un millar de bobinas rodadas y olvidadas en un almacén parisino a las que algún iluminado dará luz en los próximos meses. Se abre el sarcófago y allí está, entre otros tesoros, la interpretación de John Huston.
Pero, ¿quién era Orson Welles?… ¿El tipo que se casó con Rita Hayworth y que luego rompió su imagen en mil espejos, el hombre cuyas cenizas están esparcidas en la finca Recreo de San Cayetano del torero Antonio Ordóñez, el cineasta que se empapó de John Ford (nadie se cree que sólo viera cuarenta veces «La Diligencia» antes de hacer «Ciudadano Kane») y que entendió a los maestros rusos y a los grandes del expresionismo, o tal vez el artista que ha influido en todos los grandes del cine de antes, durante y después, o simplemente un fulano que se creía que sabía de toros y que vivió veinte centímetros por encima del resto de la humanidad?
Mientras lo decidimos, lo que está claro es que el cine no da un paso sin mirarle. Y hasta que lo decidamos, el hombre que se inventó la «F» de «Fake», el mejor contrapicado de la historia, aguardará con su gran habano humeante a que el hombre duerma. Y cuando despierte, Orson Welles todavía estará ahí.
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