El barco de la muerte que trajo la fiebre amarilla

El 29 de junio de 1821 atraca en el puerto de Barcelona el mercante El Gran Turco, procedente de La Habana y su capitán no informó a las autoridades portuarias de que durante el trayecto habían lanzado por la borda a varios cadáveres de tripulantes muertos a causa de «el vómito negro».
También silenciaron a las autoridades de Málaga que además de enterrar a los tripulantes infectados que habrían sobrevivido a la travesía, resulta que la enfermedad ya se habría extendido por la ciudad, provocando una gran cantidad de muertos.
A partir de la llegada del Gran Turco a Barcelona, y en pocas semanas, la fiebre amarilla se convertiría en una epidemia causando 6.244 muertes (el 6% de la población de la ciudad).
La fiebre amarilla era una enfermedad vírica con una larga historia en la región africana del golfo de Guinea, y que había llegado a América a finales del siglo XVIII a través de los transportes de esclavos.
El año 1821 la ciencia médica desconocía cómo se contagiaba y cuando se producía un estallido de casos los sanitarios se limitaban a aplicar métodos paliativos con resultados escasos.
En 1881 el médico cubano de origen catalán Carles Finley Barrés vio que la fiebre amarilla se transmitía con la picadura del Aedes aegypti, un mosquito originario de las zonas pantanosas del golfo de Guinea que hacía más de un siglo que formaba parte del paisaje zoológico de Cuba.

Vista de Barcelona sobre 1800
Cuando el Gran Turco llegó a Málaga, se desestibó una parte de la carga que contenía el agente transmisor y la tripulación que había enfermado en el viaje desembarcó.
El porqué las autoridades silenciaron aquella epidemia se explicaría por el miedo a repetir la ridícula gestión de una experiencia anterior, o sea, ya en 1804 Málaga había sufrido una epidemia de fiebre amarilla que supuso la muerte de 6.884 personas (el 15% de la población de la ciudad).
En aquella ocasión, las autoridades bombardearon la población con azufre y estiércol donde el cronista Díaz de Escovar en 1903 diría: “El colmo de la ridiculez fue traer cuatro cañones y dispararlos, una y otra vez, en medio de aquellas calles estrechas, al objeto de purificar la atmósfera”.
La memoria de aquella esperpéntica gestión y el miedo de las autoridades a repetir el ridículo, la confirma el médico José de Salamanca que el año 1822 publicaba un trabajo sobre la epidemia de 1804:
“Dos semanas después (…) las noticias habían llegado a Madrid (…) que no tardó en declarar una epidemia. La enfermedad estaba ya extendida por toda la ciudad”.
Huelga decir que el capitán general de la Costa de Granada y su particular séquito de lameculos vieron comprometida su situación en la que la figura y la institución habían sido transformadas por el régimen borbónico con la supuesta misión de vigilar el contagio de epidemias procedentes de África y de América.

Grabado que representa la fiebre amarilla en Barcelona (1821)
Pero, en este caso, hay una turbia sombra de sospecha que se cierne sobre el Gran Turco, o sea, las autoridades de la Capitanía General de la Costa de Granada sabían que el destino del barco de la muerte era Barcelona.
En este punto es importante recordar que en Madrid reinaba el absolutista e inquisitorial Fernando VII y en aquella momentos los capitanes generales estaban exclusiva y obsesivamente entregados a desmontar conspiraciones que comprometían el nuevo régimen y su poder personal.
Además, cabe destacar que en aquella época Barcelona era la ciudad más conflictiva —política y socialmente— debido principalmente al dominio de los borbónicos.
Los primeros agentes de transmisión y los primeros muertos de aquella epidemia fueron un grupo de calafateadores que, una vez atracado el barco de la muerte, habían subido a bordo para efectuar reparaciones.
El 17 de julio (veinte días después de la llegada del barco de la muerte) la enfermedad se había extendido como la pólvora por todo el barrio de la Barceloneta.
Y el 3 de agosto, el consistorio decretaba un cordón sanitario en torno a este barrio, que resultaría inútil: la canícula veraniega había facilitado que los mosquitos del Gran Turco se propagaran por los barrios más próximos al puerto e infectaran los pozos de agua de las casas, de los obradores y de los hostales.

André Mazet atendiendo a enfermos de fiebre amarilla en Barcelona
En plena epidemia, también, de terror, los vecinos de los barrios costeros abandonaban, masivamente, sus casas y se refugiaban en los bosques de Montjuïc.
Nadie se atrevió a señalar, formalmente, al Gran Turco, o sea, a acusar de ello a la Capitanía General de la Costa de Granada ya que en aquel contexto de desinformación y secretismo, Josep Marià de Cabanes i d’Escofet, alcalde de Barcelona, tomó el mando de la emergencia y evitó que esta epidemia se propagara más allá de las murallas, o sea, el 17 de septiembre confinaba la ciudad.
Pero, en cambio, no podría impedir que los barcos de cabotaje (catalanes y extranjeros) salieran del puerto como si no pasara nada y Pedro Villacampa y Maza de Linaza, capitán general de Catalunya, desapareció y el puerto de Barcelona se convirtió en un aspersor de la epidemia.
Poco después, estallarían dos importantes focos epidémicos en el puerto de Salou (el puerto de Reus) y en el puerto fluvial de Tortosa que causando una gran cantidad de miles de muertes.
Fuente: https://www.elnacional.cat/es/cultura/marc-pons-barco-muerte-fiebre-amarilla_501369_102.html