La Oriflama, el emblemático estandarte de guerra de la Francia medieval
La Oriflamme (en original francés) era un estandarte de guerra, una pieza sagrada que el monarca franco Dagoberto (aunque hay quien retrotrae el origen al emperador romano Constantino) habría entregado a la Abadía de Saint-Denis, panteón de los reyes franceses, y que el monarca enarbolaba en situaciones comprometidas como señal de lucha sin cuartel hasta la muerte. Se supone que, desplegado y tremolando al viento, ejercía un influjo decisivo, negativo sobre el ánimo del enemigo y positivo sobre la tropa gala.
Su nombre es una derivación del latín flamma aurea, que significa llamas doradas y alude a su forma: un pendón terminado en largas puntas y bordado con diversos motivos dorados como llamas procedentes del sol, la palabra Saint-Denis, una cruz… Las descripciones varían y algunas fuentes hablan sólo del fondo de seda roja. Lo que sí parece es que lo de las flammes se debía a esas puntas, que al ser agitadas por el viento asemejaban el fuego crepitando.
La Oriflama se colocaba colgada perpendicularmente (en batalla probablemente iría como una bandera normal por razones prácticas) sobre un asta también dorada, lo que remitía a una tradición del siglo XI narrada en la Chanson de Roland según la cual Carlomagno había llevado esa bandera a Tierra Santa, engarzándola en una lanza de oro que esgrimía otro caballero y en cuya combinación hacían salir fuego para combatir a los musulmanes, como si de un primigenio lanzallamas se tratase. Con el paso del tiempo la lanza cayó en el olvido y quedó únicamente el recuerdo del estandarte, que por entonces aún no tenía su nombre definitivo y fue sucesivamente bautizado como Romaine y Montjoie.
Aquel pendón se guardaba normalmente en Saint-Denis y sólo se sacaba en tiempos de guerra, para llevarlo al frente. El rey comulgaba en la abadía misma, descubría la tumba del santo homónimo (Dionisio había sido decapitado y su sangre, contaba la tradición, era la que teñía de rojo la tela) y marchaba con sus tropas. Un caballero especialmente distinguido era el portador de la Oriflama, puesto de honor que pasaba por ser una de las mayores dignidades que se le podían conceder a un guerrero entonces, junto con las de mariscal y condestable. Dicho abanderado se significaba en batalla con un símbolo tan visible y, por tanto, corría mayor peligro; además, debía morir antes que perderlo. Por eso en la lista de portadores figuran personajes ilustres como Godofredo de Charny (que murió en la batalla de Poitiers enarbolándolo), Arnoul d’Audrehe (mariscal de Francia que, sin embargo, nunca tuvo ocasión de llevarlo en combate) o Guillaume de Martel (que cayó en Agincourt).
La Oriflama estuvo presente varias veces en la lucha, casi siempre contra los ingleses y sus aliados (Bouvines, Crécy, Poitiers) o contra los flamencos (Mons-en-Pévèle, Roosebeke), aunque en 1248 llegó bastante más lejos: en Tierra Santa, durante la Séptima Cruzada que lideró Luis IX de Francia y que acabó en desastre. No fue la única ocasión en la que se perdió porque lo hizo en casi todas las batallas mencionadas; recordemos que sólo se sacaba en momentos críticos, cuando el país estaba en peligro, siendo el último en Agincourt. Por eso fue necesario ir reemplazándola por otras nuevas que, poco a poco, se cree que fueron variando su apariencia original.
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