Ibn Wahshiyya, el nabateo que pudo haber traducido los jeroglíficos egipcios antes que Champollion
A mediados de septiembre de 1822 Jean-François Champollion consiguió rematar el trabajo que le obsesionaba desde hacía quince años: descifrar la misteriosa escritura jeroglífica del Egipto faraónico. Champollion era un profesor francés de la Universidad de Grenoble, donde impartía Historia Antigua junto a su hermano Jacques-Joseph, que enseñaba Literatura Griega. Ambos vivían con estrechez y no ocultaban un fervoroso bonapartismo, expresado de manera estentórea, y cuando Napoleón regresó de su exilio en Elba para retomar el poder ambos le apoyaron con entusiasmo.
Los dos Champollion, que se habían ganado muchas enemistades, fueron expulsados de la universidad y recluidos en su localidad natal. El indulto no llegó hasta 1821, año para el que Jean-François, con la ayuda de su hermano y sus propios conocimientos de copto, ya había empezado a hacer progresos considerables con los textos egipcios, tanto los jeroglíficos como los que estaban en escritura hierática y demótica: tres centenares de signos había podido identificar, aunque aún le faltaba mucho.
La Piedra Rosetta resultó fundamental porque esas tres escrituras eran versiones políglotas del mismo texto. Como la especialidad de Jacques-Joseph era precisamente el griego antiguo, fue de gran valor para su hermano, quien finalmente anunció su transcripción y traducción con una célebre carta dirigida a la Academia de Inscripciones parisina. Pese a las reticencias iniciales, en 1824 Champollion publicó Précis du système hiéroglyphique des anciens Égyptiens triunfando definitivamente. Primero fue nombrado inspector de antigüedades egipcias y después conservador del departamento egipcio en el Museo del Louvre; incluso dirigió una expedición arqueológica a Egipto.
Antes tuvo que superar las inevitables críticas y objeciones que le hicieron. Entre ellas, que no hacía sino aprovechar el trabajo de algunos predecesores, acusación injusta porque es algo que se puede decir prácticamente de cualquier descubrimiento. De todas formas, es probable que al hacer ese reproche sus detractores estuvieran pensando, entre otros, en Ibn Wahshiyya, un sabio musulmán que habría dejado a la Ciencia, como una de sus grandes aportaciones, un desciframiento básico de la escritura jeroglífica ocho siglos antes.
En realidad no era árabe exactamente sino nabateo, un pueblo del sureste de la franja sirio-palestina que a muchos les sonará sobre todo por tener su capital en la famosa Petra Pero para la época en que vivió, los nabateos ya hacia cientos de años que habían dejado atrás su etapa de esplendor, después de ser conquistados por los imperios romano y persa, de manera que en la Edad Media sólo constituían una serie de agrupaciones tribales islámicas. En ese contexto vivió y destacó Ibn Wahshiyya, nacido en la localidad de Qusayn (actual Irak) y que también es conocido como Abū Bakr’Aḥmad bin’Alī.
Filahât al-Nabâtiyyah es lo más importante de su producción literaria, en la que también hay libros tan curiosos como un tratado sobre venenos, de nuevo combinando magia y astrología con toxicología. Esta bibliografía tuvo cierta influencia en sus coetáneos, que la manejaron como referencia; así hizo, por ejemplo, Al-Dimashqui, un geógrafo natural de Damasco que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV. En el año 987 d.C., un compilador de publicaciones de eruditos musulmanes llamado Ibn al-Nadim publicó un registro bibliográfico de todos los autores islámicos, sus biografías y sus trabajos; titulado Kitab al-Fihrist (El Catálogo), en él figura una larga lista de los firmados por Ibn Wahshiyya.
Ibn Wahshiyyah sentía una gran atracción por la Historia y en especial por el Antiguo Egipto pues se daba la circunstancia añadida de que a Ibn Wahshiyyah le interesaban también los códigos cifrados, tanto numéricos como alfabéticos, que utilizaba para encriptar fórmulas mágicas y químicas, ideando varios él mismo.
Fue el caso de Atanasio Kircher, un jesuita alemán del siglo XVII, uno de los grandes sabios del Barroco que, además de filósofo, teólogo, matemático, naturalista e inventor, era un experto en lenguas como griego y hebreo, así como estudiante de chino. También manejaba con soltura el copto; inspirándose en Ibn Wahshiyyah lo aplicó a su intento por descifrar los jeroglíficos, aunque no fue capaz .
En 1806, el libro fue traducido al inglés y publicado por Joseph von Hammer-Purgstall, un orientalista, historiador y diplomático austríaco que le añadió anotaciones sobre la civilización de los faraones. Recordemos que para entonces los británicos habían desalojado a los franceses de Egipto (arrebatándoles la Piedra Rosetta, hoy en el British Museum) y la egiptología se había popularizado también en las islas; de hecho, los motivos decorativos del estilo Imperio, de moda en media Europa hasta finales de los años veinte del siglo XIX, reproducían iconos de la civilización de los faraones.
Kitab Shawq al-Mustaham no era desconocido para algunos historiadores y lingüistas franceses; se sabe que uno de los maestros de Champollion, el orientalista Antoine Isaac Silvestre de Sacy, profesor de árabe y persa, además de experto en inscripciones sasánidas, contaba con un ejemplar. ¿Tuvo acceso a él el famoso egiptólogo francés? Si fue así ¿se basó en el trabajo de Ibn Wahshiyya? Hay estudiosos que apoyan que sí, igual que otros dudan que el nabateo llegara a descifrar los jeroglíficos partiendo sólo del copto.
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