Los fantasmas del manicomio del barrio de Aranjuez de Medellín
-¡Sáquenme de aquí!- gritó el vigilante pálido y con los ojos muy abiertos, al despertar, cuando despuntaba el sol.
Una hora atrás, el hombre tomó su linterna y subió lentamente las ruidosas escaleras de madera iluminando cada peldaño. Había estado escuchado desde hacía algunos minutos una serie de ruidos confusos y golpes. Al llegar al descanso, dirigió el rayo de luz sobre las paredes del segundo piso y de inmediato los sonidos desaparecieron, y todo a su alrededor se sumió en una atmósfera cavernosa, como la del antiguo manicomio que allí funcionó hace 100 años, en una época en la que la locura estaba atribuida a energías satánicas, y Medellín no pasaba de ser más que una provincia de fincas y calles de piedra recorridas por mulas.
-¡Quién anda ahí! -gritó el vigilante sin obtener respuesta.
Continuó subiendo los peldaños, atento a tener que encarar a un posible intruso, un ladrón, o un niño que haya en la madrugada trepado por las altas paredes tras flaquear el enrejado para luego colarse por uno de los ventanales.
Así que se apoyó en la baranda y continúo su ascenso. Por primera vez desde que comenzó a trabajar como vigilante nocturno del Comfama, notó que las paredes de ladrillo macizo de la antigua estructura exhalaban un aroma terroso que le cosquilleaba en la garganta, y que esa sensación le erizaba el miedo de hallarse como en un extenso laberinto.
-¡Quién anda ahí! -volvió a gritar, pero solo recibió como respuesta un frío golpe de viento.
Al llegar al segundo piso caminó algunos pasos por el largo corredor que hoy une oficinas, confiado, tal vez, de que los ruidos fueron el resultado de un ventanal entreabierto. Esas cosas suceden con frecuencia. Si era así, no había nada que temer. Sin embargo, el piso de madera rechinaba con una facilidad inquietante.
Se detuvo en el acceso a una oficina. Miró a un lado y a otro adivinando la forma de las cosas: muebles, escritorios, cuadros con fotografías antiguas de dementes: nada extraño. Entonces desplazó lentamente el rayo de luz por el suelo y poco a poco fue perfilando una sombra negra, humanoide sin duda, quieta en su actitud sepulcral. Y allí estaba, emanado su aire lunático: un sacerdote sin rostro, sin cabeza, que le dijo con una voz de otro mundo: «¿No dizque no me tienes miedo?».
Lo siguiente es una ráfaga de imágenes. El vigilante salió corriendo y el eco de sus propios pasos le terminó de estremecer. Corrió por su vida. La mayoría de vigilante no le tienen miedo a casi nada en este mundo, pero aquel ser no era de esta tierra. Era ser perseguido por alguien con el que no tienes oportunidad, donde ninguna arma sirve, donde el grito no tiene carácter de súplica y los miedos son uno solo. La única certeza es correr aunque en el fondo de tu alma sepas que no servirá de nada.
Imagen del patio del Antiguo Manicomio
Al llegar a las escaleras vio al fantasma a través de la luz que entraba por los grandes ventanales, a un palmo de su mano, moteado por las sombras de los ramajes que se mecían afuera junto a la entrada principal, y donde alguna vez, hace cien años, un poeta demente escribió los versos más hermosos que luego se convertirían en himno.
Aterrado, bajó las escaleras con torpeza como si de repente sus piernas se hubieran astillado en mil pedazos. Al llegar al primer piso buscó las llaves que colgaban de un clavo en la pared, y se precipitó a la alta puerta de vidrieras de la salida. El juego de llaves era confuso, ninguna parecía la correcta. Vio sorprendido que sus manos temblaban y que era difícil dominarlas. Volvió entonces la mirada hacia las escaleras y allí estaba, corpulento, el fantasma objeto de su pesadilla.
El vigilante cayó desmayado.
Una hora después, al despertar, pálido como una hoja de papel, exclamó lo que fueron sus últimas palabras en aquel lugar: «Sáquenme de aquí».
Esta historia corresponde a la de Juan Peñaranda Urrego, un vigilante que fue asustado por lo que él considera un fantasma. Él es corpulento y de mirada astuta, pero aquella vez, asegura, se sintió vulnerable y aterrado. Antes de trabajar como vigilante en el Comfama de Aranjuez, donde funcionaba el antiguo Manicomio Municipal, escuchó todo tipo de rumores sobre apariciones. No hizo caso. No creía en ellas. Hasta aquella noche.
Los fantasmas, según la creencia popular, son almas en pena que quedaron ancladas en este mundo sin oportunidad de entrar a la gloria del cielo o a la condena del infierno. Fueron mujeres y hombres que tuvieron, por lo regular, una muerte desventurada. Lo que poco consignan los historiadores es que, en efecto, las paredes del antiguo manicomio atestiguaron más una muerte, de un suicidio. Los locos eran miembros de familias ilustres que hacían grandes ofrendas a las Hermanas de la Caridad, monjas anacrónicas que se sentían en el Medioevo, cuando aún en las plazas públicas quemaban vivas a las personas acusadas de brujería.
Los dementes estaban, pues, al mal cuidado de estas monjas que imponía la fe de las oraciones, los choques eléctricos y los baños de agua fría para alivianar la locura. La razón y la realidad, juguetes del delirio. Y tal vez no sea difícil terminar de enloquecer allí: a finales del siglo XIX había recluidos allí 883 enajenados. Muchos de ellos terminaron durmiendo a lo largo de los corredores de la casona, al lado del edificio donde hoy se dan las apariciones, pues solo se construyeron 132 celdas, cada una de dos metros y medio por cuatro de largo, sin ventanas, sin cuadros, rígidas y gruesas paredes que se tragaban los lamentos y las locuras.
En lo que hoy es la biblioteca del Comfama (donde era la cocina y la lavandería del manicomio) han aparecido: una mujer que lleva de la mano a una niña, un niño que corretea por los pasillos y atraviesa paredes. Incluso hay personas que afirman que a eso de las 4:00 de la madrugada puede verse la fantasmagórica imagen de un hombre que pasea por la arbolada enfrente de la edificación principal.
Suicidas, paranoicos, maniáticos, exhibicionistas, depresivos, neuróticos, esquizofrenicos y psicóticos, todos en un mismo lugar. Se paseaban con camisas de fuerza y batas largas. Muchos terminaron de enloquecer allí. Entre ellos, algunos locos famosos del Medellín de comienzos de siglo como el Ñato Narciso, Joaquín Costillares, Carlos Hernández, Indalecio Calle y Epifanio Mejía, el poeta autor de la letra del himno antioqueño, quien duró 34 años allí, hasta morir en 1913.
Sea cual sea el origen de estas apariciones, ciertas o no, causan sensación entre los amantes de la historia y los abuelos del barrio. Los ruidos en las noches se siguen escuchando, aseguran los vigilantes, pero ya ninguno se atreve a subir al segundo piso.
Fuente: http://pompiliooo.blogspot.com.es/