Circunceliones, la violenta secta cristiana que practicaba suicidios colectivos en el siglo IV
La historia de las herejías es una confusa mezcla de religión, doctrinas divergentes, violencia por casi todas las partes implicadas, represión implacable y, a menudo, un tono estrambótico subyacente que le da a ese cóctel el toque catalizador para saborearlo a gusto. La lista de ramas y subramas surgidas del cristianismo es tan larga como variopinta y dentro de esa extravagancia que caracterizó a muchas de ellas figura por méritos propios la de los circunceliones que, como otros, defendieron algunos principios nobles con métodos radicales.
Desde la crucifixión de Jesús hasta el Edicto de Milán tres siglos más tarde, los cristianos fueron expandiendo su fe, multiplicando su número y sufriendo persecuciones que no sirvieron para detener ese crecimiento. Pero cuando por fin fueron legalizados por Constantino e incluso después, al acceder al poder con la identificación entre Iglesia y Estado, surgió otro tipo de problemas: las múltiples desviaciones de la interpretación de los textos sagrados que dieron lugar a movimientos heterodoxos.
Los circunceliones aparecieron precisamente en ese decisivo siglo IV d.C, aunque su origen no está claro porque ese nombre se usa para aludir como mínimo a tres grupos distintos y de diferentes épocas. Por un lado, una serie de trabajadores temporeros, mayoritariamente bereberes, que recorrían el norte de África en tiempos del Imperio Romano en busca de trabajo, generalmente en el campo recogiendo las cosechas de aceitunas; de ellos deriva el nombre, ya que en latín circum cellas se puede traducir como los que andan alrededor de las cellas (capillas que contaban con almacenes).
También hubo una banda ambulante de bandoleros que entre los siglos VI y VII solía asaltar las granjas de las clases acomodadas. Pero la que nos interesa es la de una secta religiosa disidente del cristianismo oficial que surgió al poco del edicto constantiniano aunque desarolló sus actividades en el mismo ámbito geográfico que las otras, las provincias romanas septentrionales africanas. En este caso y frente a los anteriores, lo que les caracterizaba era una singular versión de la fe cristiana.
Ante la cantidad de desviaciones que brotaban, la Iglesia empezó a imponer una vía doctrinaria oficial, siendo el primer episodio importante el Concilio de Nicomedia, celebrado en el año 317 para afrontar el arrianismo. Pero fue el Concilio de Nicea, ocho años después, el que definió las bases dogmáticas, si bien no frenó la proliferación de discrepancias y ello obligaría a convocar luego un nuevo concilio en el 360, el de Constantinopla. En ese contexto aparecieron los circunceliones predicando unas creencias algo extremistas.
Ellos se consideraban a sí mismos los verdaderos depositarios del espíritu cristiano, que encontraban en el martirio frente a las otras virtudes que destacaba la diócesis de Cartago: caridad, sobriedad, humildad, castidad… Eso les vinculó con el donatismo(o viceversa, no está claro), otro movimiento disidente que también nació en la región -en Numidia para ser exactos- como oposición a la relajación de costumbres. El donatismo debía su nombre a Donato Magno, un obispo de Cartago para el que únicamente los sacerdotes de vida intachable podían administrar los sacramentos, al igual que excluía de la Iglesia a los fieles que pecasen.
Incialmente, esas provincias norteafricanas habían adoptado el cristianismo más como forma de oposición política a Roma que por convencimiento espiritual y cuando el Imperio asumió esa fe buscaron alternativas. Así, la iglesia de la zona carecía de unidad y se dividía en dos tendencias, la de los traditores, seguidores del obispo Ceciliano, y la de los numidios, que cerraron filas en torno a Donato Magno acusando al anterior y a otros de haber colaborado en las persecuciones anticristianas, por lo que no podía ser sacerdote.
Pues bien, los circunceliones se identificaron con ellos constituyendo su brazo más radical, el que abogaba por el igualitarismo social, la abolición de la esclavitud, la proscripción de las deudas y el reparto de la propiedad privada, además de predicar el amor libre. También tenían la costumbre de rebautizar, como los anabaptistas posteriores. Y para todo ello defendían el uso de la violencia si era necesario, por eso adoptaron con orgullo el apodo que les daban los otros donatistas: agonistici, que significa luchadores. Así, bajo la dirección sobre el terreno de dos líderes llamados Axidus y Fasir provocaron una situación que San Agustín definió como “inseguridad crónica”.
Sin embargo, el de Hipona también señala que provocaban desagrado entre los mismos donatistas por sus crímenes y su fanatismo, marcando distancias a veces (salvo cuando necesitaba de sus contundentes servicios). Y es que los circunceliones amaban el martirio y a menudo sus acciones no tenían más finalidad que la de provocar su propia muerte, como cuando, al grito de “¡Laudate Deum!” (¡Alabado sea Dios!) atacaban a unidades de legionarios o irrumpían en los juicios contra sus miembros exigiendo que se les aplicase la pena capital. Por eso Tertuliano dijo que para ellos el día de su defunción era como un cumpleaños y por eso establecían sus cuarteles en torno a tumbas de mártires.
Las villas y haciendas aisladas estaban en peligro constante y muchas veces debían abandonarse ante la noticia de que rondaban por allí. En cambio, rara vez se atrevieron a acercarse a las ciudades. San Agustín propuso la teoría de la guerra justa para acabar con ellos. No parecía difícil desde el punto de vista militar, dada su disposición a morir. Algo en lo que no había distinciones de sexo: las mujeres mataban y morían igual con la misma pasión que los hombres y cuando esa voluntad fúnebre no encontraba solución por terceros ellos mismos se suicidaban tirándose desde lo alto de precipicios, prendiéndose fuego o pagando a alguien para ello (o incluso amenazando con matarle a él si no).
El Concilio de Nicea
Más tarde usaron ellos mismos sus espadas. Porque al principio ni siquiera utilizaban armas blancas: seguían las palabras que Jesús le dijo a Pedro en Getsemaní, cuando el discípulo sacó una espada para defenderle de la guardia del Sanedrín, y en su lugar empleaban unos bastones a los que llamaban israelitas (porque éstos debían tener uno durante la fiesta del cordero pascual) para apalear a sus víctimas. Con los miembros del clero eran especialmente crueles y los torturaban antes de acabar con ellos.
Algunas fuentes, como Teodoreto, dicen que los circunceliones solían anunciar con tiempo su intención de quitarse la vida para pasar ese último período viviendo a cuerpo de rey, tal cual se tratase de “bestias destinadas al matadero”; San Agustín lo refrenda diciendo que a menudo estaban “gordos como faisanes”, aunque hay que tener en cuenta que la mayor parte de los testimonios eran adversos al movimiento. Pero el caso es que hasta los donatistas se hartaron y encargaron a un general llamado Taurino que pusiera fin a aquellos desmanes en el 347.
Hubo una masacre pero no sólo no fue decisiva sino que provocó una contundente respuesta, con los circunciliones cebándose en el exterminio indiscriminado de sacerdotes, de manera que se sucedieron diversos brotes de violencia. Fue entonces cuando San Agustín recogió casos concretos de brutalidad, como echar cal viva en los ojos de las infortumadas víctimas.
También el emperador Constante envió fuerzas al mando de los legados Pablo y Macario, si bien con la orden expresa de procurar solucionar la cuestión por las buenas, recurriendo a regar de dinero los templos. Donato no transigió y, viendo en la jugada del mandatario el intento de acabar con su propia iglesia, convocó una gran congregación de los suyos invitando también a los circunceliones. Éstos no actuaban como simples bandas anárquicas sino que se organizaban en grupos llamados turmae que se regían por una estructura jerárquica en la que la dirección correspondía a un ductor, nombrado por elección, que él mismo seleccionaba a sus hombres.
Entre los ataques de uno y otro lado, más los suicidios colectivos que practicaban, la secta terminó sus andanzas en el siglo V. Lo hizo casi de forma paralela a la de los donatistas, que fue prohibida en el año 412 por el emperador Honorio pero pervivió en la práctica hasta que en el siglo VII fue desplazada por otra religión que se extendía a lo largo de África septentrional imparablemente, el Islam. Quedaba un reflejo de ese movimiento -en la Galia y la Hispania bajoimperiales- que logró perpetuarse hasta el siglo X, aunque poniendo más énfasis en lo socioeconómico que en la fe: el de los bagaudas.
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